Había una vez un monasterio famoso por sus estrictas reglas. Muchos jóvenes querían ser aceptados, pero solo unos pocos lograban traspasar sus enormes puertas y convertirse en discípulos. A todos se les exigía un voto de silencio y solo se les permitía decir dos palabras cada diez años.
Uno de los discípulos más jóvenes, se sometió a ese régimen. Después de pasar sus primeros diez años sin proferir palabra, el maestro principal se dirigió a él:
- Ha pasado una década. ¿Cuáles son las dos palabras que te gustaría decir?
- Cama... dura... - dijo el discípulo.
- Ya veo – fue todo lo que respondió el gran maestro.
Diez años más tarde, el maestro volvió a dirigirse al discípulo:
- Han pasado diez años más. ¿Qué quieres decir?
- Comida... horrible... - dijo el discípulo.
- Ya veo – volvió a responder el maestro.
Pasaron otros diez años y el discípulo volvió a encontrarse con el maestro, quien le preguntó una vez más:
- Después de estos 30 años, ¿cuáles son las dos palabras que te gustaría decirnos?
- ¡Lo dejo! – gritó el discípulo.
El maestro no se inmutó:
- Bien, comprendo por qué: Todo lo que haces es quejarte.
Espiral de quejas improductivas
"Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio", dice un proverbio hindú. Si bien no es cierto llegar a esos extremos, no es menos cierto que vale la pena replantearnos algunos de nuestros hábitos cuando nos relacionamos con los demás.
¿Cuántas veces nos comportamos como el discípulo de la historia y solo nos centramos en lo negativo, quejándonos continuamente en vez de aprovechar ese momento para aportar valor a los demás o crear una experiencia positiva?
Tómate un segundo para pensar por cuántas cosas te quejas a lo largo del día. El clima, el transporte público o el tráfico, tu pareja, quizá tus hijos, tu jefe, la mala película que acabas de ver, los políticos, el ascensor que tarda demasiado, la comida fría... Y la lista continúa. De hecho, la mayoría de las personas tiene "temas fetiche" por los que se queja continuamente.
No cabe dudas de que los problemas hay que resolverlos y debemos expresar nuestra inconformidad con el estado de las cosas, pero debemos asegurarnos de que ese comportamiento no se convierta en la norma, tenemos que cerciorarnos de no quedar atrapados en una espiral de quejas que nos conduzca al victimismo crónico.
Las quejas, cuando no dan paso a una solución, terminan robando la energía emocional, tanto de quien las profieren como de quienes las escuchan. La queja debe tener una función adaptativa; es decir, debe servir para indicar lo que nos molesta e intentar buscar una solución. Quejarse por el dudoso placer de quejarse es contraproducente y ni siquiera sirve como catarsis emocional.
Cuando tenemos tantas insatisfacciones y frustraciones, pero creemos que somos incapaces de hacer algo al respecto o de obtener los resultados que deseamos, nos sentimos desamparados, sin esperanzas, victimizados y mal con nosotros mismos. Obviamente, uno de esos incidentes no dañará nuestra salud mental, pero cuando los vamos sumando, esa acumulación de frustración e indefensión aprendida puede terminar afectando nuestro estado de ánimo, autoestima e incluso nuestra salud mental.
Quejarse menos, aportar más
En vez de quejarnos tanto y por tantas cosas, deberíamos preguntarnos qué nos convierte en personas especiales, personas con las que los demás quieran pasar tiempo. Si cada vez que encontramos a un amigo o conocido es para convertirnos en un disco rayado de quejas y lamentos, nos convertiremos en personas tóxicas. Si nos preocupamos por aportar valor o por dejar una huella positiva, nuestras relaciones mejorarán y nos sentiremos mucho mejor.
Preguntémonos cómo podemos pasar tiempo de calidad con las personas que amamos, intentando minimizar las rencillas y las quejas inútiles. Recordemos que el tiempo que pasamos con los demás es muy valioso, ¿realmente queremos malgastarlo en quejas inútiles? ¿No sería mejor aprovecharlo para crear buenos recuerdos?
Es un cambio de actitud con el que todos salen ganando, incluidos nosotros mismos. Para lograrlo, debemos salir del piloto automático que activamos todos los días y aprender a vivir de manera más consciente, lo cual implica, por una parte, detener el flujo de las quejas y, por otra, pensar cómo podemos aportar valor.