La culpa es ese sentimiento amargo y punzante que surge cuando hacemos algo que consideramos que no es correcto. Pero aunque la culpa tiene connotaciones bastante negativas, no tiene porqué serlo. Como todas las emociones, cumple una función, pero se vuelve perjudicial cuando sobrepasa ciertos límites. Y en la culpa, la línea que separa lo sano de lo patológico es muy fina.
Comencemos por su lado positivo, por su razón de ser. La culpa cumple una función social clara, actúa como un “juez interno” que nos ayuda a distinguir el bien del mal; evita que llevemos a cabo acciones inaceptables, que pueden dañar a nuestros seres queridos u otras personas; resumiendo, acciones no son acordes a nuestros valores. Cuando nos sentimos culpables, independientemente de ser descubiertos por un “juez externo”, es porque esos valores se han interiorizado correctamente. La vertiente positiva de la culpa es que favorece la empatía y puede impulsarnos a reparar el daño causado. De hecho, la ausencia de culpa es característica de los psicópatas, carentes de remordimientos por terribles que hayan sido sus actos.
Pero a veces, ese juez interno nos impone una condena demasiado dura. Es entonces cuando la culpa se vuelve intensa y destructiva; una emoción asociada a la tristeza y a la angustia. Muy relacionada con la voz crítica interna, puede menoscabar nuestra autoestima y nuestra paz interior, y se encuentra en la base de muchas depresiones. La culpa es una cárcel que hace que nos quedemos anclados en el pasado; y, lo que es peor, al impedir que nos aceptemos y perdonemos, limita nuestro crecimiento personal.
Cómo se desarrolla el sentimiento de culpa:
La culpa, como otras emociones, se moldea durante nuestra infancia a través de las experiencias educativas y de socialización con nuestros padres. Si todo va bien, aprendemos ciertas normas y valores importantes, que guiarán nuestros actos en el futuro. La culpa se desarrolla integrada a esos valores que, cuando son transgredidos, provocan los conocidos remordimientos y este malestar del que hablamos.
Hay tres principales causas tempranas por las que puede surgir la culpa patológica:
Haber crecido en un entorno de excesiva rigidez, en el que se castigaban con la misma severidad tanto las conductas socialmente inaceptables como los actos sin importancia. Por ejemplo, que haber dejado el cuarto desordenado tenga las mismas consecuencias que haber pegado a un hermano.
Cuando los padres no distinguen entre conducta e identidad: cuando se le dice a un niño que “es malo”, en lugar de “has actuado mal”. Estos niños pueden llegar a adultos con serios problemas de autoestima, se atacarán a sí mismos, en lugar de comprender que han actuado mal (“no valgo para nada”, “soy un desastre”, “doy asco”); por ello, tendrán grandes dificultades para ser autocompasivos, aceptarse y perdonarse.
Cuando los padres utilizan el chantaje emocional o hacen creer que el niño es responsable de sus problemas. Por ejemplo, frases como “si haces eso, ya no te voy a querer” “así correspondes a mis sacrificios” “me amargas la vida” “cada vez que te vas, me pongo muy triste”… Así se creará esa tóxica sensación de ser dueño del bienestar de otros, que empuja a la necesidad de complacer a los demás, de respetarles más que a nosotros mismos.
Cómo liberarnos de la culpa:
Errar es humano. aprende a vivir con el error porque, a lo largo de tu vida, vas a cometer unos cuantos. No sirve de nada flagelarse por ello; incluso si has causado daño, ¿qué consigues machacándote? Cuando tomamos decisiones, podemos acertar o fallar, podemos tener buena o mala suerte. Aprende y evoluciona, pues lo que sabes hoy, no es lo mismo que sabías ayer.
Piensa si lo sucedido estaba realmente bajo tu control: es habitual que las víctimas de violaciones se sientan culpables de no haberlo evitado, o que los supervivientes de desastres se sientan culpables por seguir vivos. Estas culpas falsas están en la base de duelos patológicos y depresiones, entre otros problemas.
Prueba a cambiar la palabra culpa por la palabra responsabilidad. Tomar responsabilidades nos ayuda a hacernos cargo de nuestros actos sin la carga autodestructiva de la culpa.
No te responsabilices de la felicidad de otros: nuestro comportamiento va a afectar los que nos rodean pero, en última instancia, cada uno es responsable de su vida, de sus decisiones y de sus emociones. Intenta no hacer daño a nadie de manera intencional, pero no antepongas el bienestar del otro a tus propios derechos. Uno puede respetarse a sí mismo, mientras respeta a los demás.
No te dejes consumir por la culpa, pero tampoco la reprimas: al negar o reprimir la culpa, podría acabar saliendo, por ejemplo, en forma de conductas autodestructivas (consumo compulsivo de alcohol, drogas, conducción temeraria…) como un modo inconsciente de castigarnos.
Pide perdón: si has causado dolor a alguien y realmente puedes ponerte en su piel, tu perdón será sincero. Pedir perdón implica un análisis individual de aquello que hemos hecho mal, por lo que es el primer paso para la reparación. Pero, por encima de todo ello, por favor, perdónate a ti mismo.
Reparar daños o compensarlos directa o indirectamente: la mejor forma de utilizar la culpa para algo útil es buscar una solución (si es posible) o, al menos, encontrar la manera de que eso vuelva no a ocurrir. Esto es algo que podemos enseñar nuestros hijos desde pequeños, cuando utilizamos sus errores para que encuentren maneras de solucionarlos. Si no has tenido la oportunidad de aprender lo de pequeño, empieza ahora.
De qué está hecha tu culpa: pregúntate qué evitas en el presente por aferrarte al pasado, por qué sigues paralizado o por qué te castigas de esa manera. Esta es la parte más compleja y puede requerir de la ayuda de un psicólogo.