El Por Qué Los Hijos Son Un Reflejo De Los Padres

19 de diciembre de 2017

Ellos vienen… Algunos planificados y deseados, otros de forma sorpresiva y otros más, como el peor de las noticias... Nuestros hijos.

Independientemente de cómo sea la llegada de la noticia del embarazo, convertirnos en padres viene muchas veces antes de lo esperado y, definitivamente, antes de que estemos preparados para serlo.

Existen innumerables libros bien intencionados ofreciendo guía para esa labor tan importante y difícil. Hasta la madre más experta, dígase la que lleva varios hijos con los que ha obtenido experiencia, pide el consejo de su mamá o de su abuela el día que llegamos a casa después del nacimiento. Estamos hambrientos de conocimiento, de consejos para que nuestra labor como madres y padres sea la mejor. Sin embargo, son más largas las horas que pasamos tratando de averiguar cómo ser madre o padre, que los instantes que esas personas bien intencionadas nos ofrecen en su derroche de consejos.

De manera incesante, coleccionamos consejos, memorias de nuestras experiencias como hijos, replicamos historias, leemos libros, observamos a otros y gritamos al cielo en silencio buscando esa guía… Pero nadie parece escuchar nuestra plegaria. Nadie parece conocer con detalle nuestro miedo, nuestras grandes dudas y nuestra inseguridad, la cual se ve reflejada en esa necesidad ardiente de recibir un cumplido sobre nuestra hazaña de ser madre o padre.

Eventualmente, llega el momento en que las abuelitas se retiran y los consejos llegan con menos frecuencia. El mundo integra al nuevo miembro y empezamos a sentir que caminamos sobre suelo firme una vez más. Un suelo delgado, pero nos paramos sobre él con mayor equilibrio. Parece ser que nuestro cerebro tiene habilidades extraordinarias para adaptarse y buscar ese balance. Luego de incomodarse ante la incertidumbre y no saber qué hacer con lo desconocido, nuestra mente batalla fuerte para encontrar su zona de confort lo antes posible. Busca su adaptación a toda costa, inclusive si ésta resulta en conductas y decisiones extrañas o incomprensibles para otros.

Resulta inevitable la llegada del día en el que, todo lo que nuestros hijos son, nos recuerdan lo que fuimos un día. Con facciones nuevas y la mezcla de una genética agregada, vemos en ellos trazos de nosotros. Encontramos de forma fascinante y a veces indeseable, esos espejos ocultos. Con esto me refiero al reflejo de nosotros mismos, el cual por un lado endulza nuestro corazón, pero más que nada nos presenta nuevamente aquellos retos que pensamos que habían quedado en el olvido, en el pasado.

Es entonces que comienza nuestro verdadero reto como padres. El reto de vernos reflejados en ellos consiste en que ellos mostrarán todas nuestras facetas, las cuales seguramente aún no hemos logrado concebir ni aceptar. Pero como ya somos adultos y nos gusta nuestro nuevo rol de autoridad, con el cual tenemos un mayor sentido de control, vemos esas conductas en ellos como conductas inaceptables, falta de respeto y desobediencia.

Nos es muy difícil reconocer el hecho de que nuestros hijos sean un reflejo de nosotros. En especial cuando ese niño o niña lleva a cabo conductas indeseables. Esto se debe a que constantemente nos protegemos de esa valoración o juicio externo sobre nuestra calidad como madre o padre. Cuando nos llaman del colegio o somos testigos de su mal comportamiento, nuestro enojo o furia generalmente se debe a la amenaza que sentimos de que ese niño(a) nos expone al mundo como una madre o un padre inútil. La furia que expresamos y la severidad de los castigos que imponemos son proporcionales al miedo que nos da que el mundo vea nuestra ineficacia. Es así como llegamos a hacer a nuestros hijos responsables de nuestra vergüenza. La furia y los castigos no son más que nuestro intento inconsciente de que ‘paguen’ por esa sensación tan incómoda.

Se podría argumentar que los castigos son bien intencionados y que lo único que deseamos es el bienestar de nuestros hijos. Nuestra estrategia de defendernos y protegernos es capaz de generar hasta las más sofisticadas justificaciones. Como padres, nos encontramos aterrados. Y ese terror, precisamente, lo traducimos en formas disciplinarias, de forma inconsciente pero muy eficiente.

Debo ser benevolente… Acepto que nuestras intenciones disciplinarias provienen de una buena intención. Deseamos el bien para ellos. Queremos guiarlos en un camino hacia la ética, la moral y, ultimadamente, la felicidad. Lo que quiero sugerir es que, a pesar de que nuestras intenciones son buenas, la manera de llevar a cabo la faena es la que requiere de trabajo.

La mejor manera de darle a nuestros hijos una buena calidad de vida es dándoles unos padres sanos. Su existencia en nuestras vidas es un recordatorio de que antes que nada, hay algunos asuntos pendientes que deben ser abordados si deseamos ser los padres que nuestros hijos se merecen. Debemos reconocer que nuestra impaciencia, falta de tolerancia e irritabilidad, es simplemente nuestra propia vulnerabilidad, que se mueve adentro llamando a nuestra puerta. Esa irritabilidad es el dolor que hemos sostenido por muchos años, la cual debe ser atendida tal y como se atiende un absceso. Muchos de nosotros hemos padecido de dolor de muela; el dolor es tan insoportable que damos la vida por una inyección de anestesia. Daríamos cualquier cosa con tal de tener a un dentista barrenando nuestros dientes, eliminando el dolor. Nuestros abscesos emocionales son similares. La diferencia radica en que no nos han enseñado a hablar de ese tipo de dolor. Es entonces que a solas, sentimos la agonía y buscamos incansablemente todo tipo de anestesias para calmarla.

Tener control sobre nuestros hijos es una forma de anestesia. Desear que ellos hagan lo que deseamos, que no hagan lo que no nos gusta, que digan lo que es apropiado, que sean responsables, que no se peleen, que se expresen de la manera como nos gusta, que no se expresen de la manera que no nos gusta, que no sientan celos, que sean generosos, que nunca se enojen, que sean buenos amigos, que siempre tengan ganas de ir a donde queremos que vayan, que no se quejen, que se pongan los zapatos del color que nos gusta a nosotros (no a ellos), que se peinen, que no se ensucien, que se laven los dientes, que no se los lavaron bien, que aprendan lo más rápido posible todo lo que hay para aprender en el mundo, que se conviertan en repetidores de conceptos para que nos sintamos orgullosos de tener hijos inteligentes, que sean los mejores de su clase, que sean escogidos como capitanes de los equipos, que metan muchos goles, que ganen medallas, que no les duela el gancho que deseamos ver sobre el pelo, que no griten cuando les queremos trenzar perfectamente su pelo para que la abuelita diga “¡qué linda!”, que duerma largas horas para que podamos descansar, que no moleste, que no llore, ¡qué no llore!… ¿Todo esto para qué? Para que nosotros NO nos movamos por dentro, para que podamos seguir anestesiados. La frustración nos lleva a la duda y la duda a la pregunta sobre nuestra habilidad y valor. Y es que al final del día, nos aterroriza hacernos este cuestionamiento.

La crianza de un(a) niño(a) es otra cosa… La crianza de un ser humano es una celebración. Una celebración de su existencia. Es darle la bienvenida al mundo, descubriéndolo(a) como quien descubre un tesoro. Es ver cómo se desenvuelve ese nuevo ser en esa persona única e irrepetible. Es maravillarse con sus expresiones y con sus formas diferentes de ser. Es verlo/a enamorarse de todo lo que le rodea, incluyendo de sus padres. El bebé siempre (¡siempre!) va a estar enamorado de quien le tiende una mano cálida. Ellos necesitan calor, seguridad, apoyo y certeza de constancia y permanencia. Ellos van a aferrarse a las personas que le ofrecen todo esto. Por el contrario, van a ser temerosas de quienes les muestran agresividad, hostilidad o abuso.

Los seres humanos somos sensibles, MUY sensibles. Hemos crecido creyendo que debemos ser fuertes, que nada nos debe afectar y que podemos mostrar alta tolerancia al dolor. Esto no es cierto. Lo único cierto es que aprendemos muy rápido a anestesiar el dolor. Hasta los niños muy pequeñitos lo aprenden rápido. Aprenden a callar si les pegamos cuando lloran. Su silencio no es que se convirtieron en niños buenos, su silencio es su estrategia para evitar más daño. Hay otros niños que aprenden a pelear y a retar. Esto no quiere decir que se han vuelto irrespetuosos y mal educados. Esto quiere decir que ellos siguen deseando tener la suficiente fuerza para acabar con un trato abusivo. Los niños siempre intentarán terminar con lo que les produce dolor. Los niños únicamente desean (y nosotros como adultos, deseamos) encontrar un acogimiento cálido y bondadoso. Eso es lo que buscamos desde el momento en que nacemos.

Así es como debe ser la crianza. La persona que somos es un modelo imposible de escapar. Nuestros hijos seguirán el modelo al pie de la letra. La investigación nos dice que nuestros hijos aprenden 90% de lo que observan y tan sólo 10% de lo que escuchan. Nuestro rol debe ser de guía, de acompañamiento y lo más importante, de recordatorio. Cuando ellos se encuentren ante sus propios retos, sus caídas y sus heridas, van a tener muchas dudas sobre su valor propio.  Nuestra labor es recordarles que son maravillosos. Que no están es sus bosques de terror y dudas.  Que siempre recuerden que lo que son, simplemente por existir, es suficiente para nosotros. Que nos sentiremos orgullosos de ellos a pesar de las veces que se caigan. Debemos recordarles que la vida es la más grande universidad, que lo que aprenden en sus caídas son las lecciones más importantes y que no deben temer, pues tienen la garantía de nuestro apoyo y amor incondicional.

Esto parece muy simple y simplista, pero es nuestro reto más grande como madres y padres. Nuestro reto es lograr verlos sin los tintes de nuestros propios velos, sin el terror de nuestras propias caídas. Ser padres es la oportunidad para convertirnos en aquello que venimos a ser: NOSOTROS MISMOS. Y como resultado, poder recordarles a nuestros hijos lo mismo… Eso y que son amados. Solamente esto necesitan.

 
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